lunes, 4 de marzo de 2013


La primera vez que te vi yo era sólo un zorro perezoso que pasaba las tardes observando los pájaros de colores, escondidos entre aquellas nubes blancas y grises que cruzaban las colinas para luego romperse en las cimas de las montañas. Había perseguido liebres por los caminos de tierra y había visto pisadas de jabalís en las que se quedaba dormida el agua de la lluvia después de la tormenta.
¿Qué más podía imaginar yo de aquellas noches cortas?
Siempre he de esperar algo, siempre. Fue entonces cuando un olor sensacional estiró de mi olfato hacia los rincones del bosque que no conocía. Descubrí el color malva y me perdí entre árboles con bombillas. La verdad es que nunca había visto algo tan especial.
El invierno llegó sin que nos diéramos cuenta. Y tú eras el color rojo del cielo celeste que ardía al otro lado de la llanura. El último rojo que queda, el rojo más intenso de monte Perdido. El cazador vivía solo, en una de esas casas sin ventanas que causan terror a los niños, con las paredes decoradas con trofeos y trozos de pesadillas. El invierno llegó sin que nos diéramos cuenta.
Y aquel último amanecer, aquel gris y último amanecer, nos olvidamos de pedirle al viento que borrara nuestras huellas en la nieve y así fue fácil, muy fácil para el cazador y la serpiente.